De Máscaras y tierra (edit. 1977)

Fragmento
No son máscaras metálicas, sino fantasmones por dentro y por fuera hechos de
una carne como de calabaza, inapetente hasta para los carnívoros más desvergonzados.
Aquel era un día como otro, y la plaza ensangrentada del pensamiento se había cubierto
de pancartas como esta: «Si los pueblos supieran qué clase de hombrecillos los
gobiernan habría una revolución a cada instante». Pero la mascarada está
magníficamente organizada y nadie ve los borrosos caracteres de las pancartas,
entretenidos contemplando el improvisado otoño de serpentinas y confetis que cae
desde la copa de los árboles, desde las azoteas, desde todos los balcones…
La serpiente del cuello de Concha la Novelera se enrosca desagallada, chirriando
en busca de cualquier sonido al que pudiera darle forma luego entre salivazos y volutas
deformadoras. Este barullo de ahora es una olla en la que puede sumergirse a gusto,
grabándolo todo en el cuaderno de piedra de su memoria. Qué desagallo. Concha es un
ascensor imparable husmeando detrás de las persianas. Amanece. Es raro el fenómeno,
pero parece que en las ciudades amanece más tarde que en los pueblos, y además, en las
grandes ciudades amanece más tarde que en los pueblos, y además, en las grandes
ciudades no se nota amanecer. En los pueblos pequeños, en cambio, parece que la luz se
va destilando delante de los ojos de los vecinos como algo que se puede palpar, que se
puede tocar con los ojos de las manos. Carlos, el Loco, se ha dado cuenta de que ya
comienza a haber gente en la calle y precipita sus pasos, huyendo hacia su casa como el
sombrajo de su propio abrigo del color de la caoba manoseada. No sale sino de noche y
logró perderse a zancadas por el callejón que llaman de las Ánimas, esquivando el cruce
de un gato negro que huía después de hacerle el amor a una gata, tan pordiosera y puta
como una perra.
Carlos, el Loco, no sale sino de medianoche para el día porque así se
acostumbró después que su familia lo obligaba a esconderse para que las visitas no
conocieran sus manías. Hasta su adolescencia parecía un chico normal, con una rara
atracción acentuada por sus ojos verdosos y profundos, que casi parecían pozos rojos
cuando una mujer pasaba a su lado o su hermana más joven, la que le seguía en edad, le
acariciaba la cabeza, desconocedora de la pequeña selva de fuego que encendía.
El muchacho, al que aún no llamaban el Loco, iba a andar descentrado desde
casi esa adolescencia que se le subía por el cuerpo como una rabia sin espigas. Es el

único varón en aquella casa donde había cinco hermanas mayores y su madre, ya que el
padre y su hermano mayor habían muerto hacía bastantes años. Su hermano Miguel
ocupaba la habitación contigua a la suya, que no recordaba haberla visto nunca abierta.
La tapiaron a cal y canto desde que murió Miguel a causa de una tuberculosis, apenas
cumplidos los veinticinco años. Nadie esperaba esta muerte, y mucho menos la familia
que le consideraba como su único hombre, ya que Carlos era entonces tan pequeño que
apenas si se recuerda del riguroso luto familiar, que él también hubo de llevar pese a su
corta edad.


De Catalina Park (edit. 1975)

Fragmento
Es el anochecer de un día cualquiera. Luces, fogonazos, palmeras de las que se
desprende todo un concierto de pájaros a dúo con la música jugosa y envolvente como
el bullicio acogedor. Estamos en Catalina Park, a pocos metros del muelle de Santa
Catalina, en el Puerto de La Luz y las mil banderas, muy cerca de la estela de pulpa
arenosa de la playa de Las Canteras, donde el sol es un adolescente jugando entre los
desnudos bronceados como para un Partenón viviente.
Gente. Crepitar de gente que habla en todos los idiomas y conoce el lenguaje de
todos los deseos. Quioscos, tenderetes comerciales con los más exóticos artículos.
Risas, sonrisas. Parejas y solitarios de todas las especies. Anchos afectos momentáneos,
que a veces avinagra el guiño de la picaresca, sin trágicas consecuencias. Vestuarios de
todas las épocas, ritmos de todas las músicas, alegría y color saturan el ambiente.
Catalina Park, un remanso de Las Palmas de Gran Canaria, perteneciente al archipiélago
que los griegos y las leyendas llamaron Islas Afortunadas y Jardín de las Hespérides, en
donde las manzanas de oro flotaban sobre ríos de leche espumosa y se alcanzaba la
juventud perenne, como apasionadamente parecen disfrutar los que por aquí se acercan.
Los anuncios casquivanos de las luces de neón ponen en la noche una invitación
irresistible para turistas y trotamundos. Nórdicas, bellas, sugestivas nigerianas,
japoneses semidormidos, sudamericanos, alemanes, griegos y marroquíes, mezclados
todos entre los elementos nativos, que componen un atrayente mestizaje en el que se
funde el no sé qué ibérico con la restallante dulzura del isleño.
Desconcertado había llegado el viajero —pese a los anuncios publicitarios que lo
hicieron elegir este lugar— pensando que se encontraba en tierra extraña. Recordaba a
Montmartre, Carnabby Street, Via Venetto, Ámsterdam… y puede que algo tuviera de
todo aquello, pero el Catalina Park le iba a mostrar bien pronto sus matices diferentes.
Algo extenuado por el viaje, apenas si había tenido tiempo de instalarse en la
confortable habitación de la residencia que le habían contratado de antemano, y ya
estaba en el Parque del que tanto le habían hablado. Sentado junto a una de las muchas
mesas que se arraciman bajo los toldos, al aire libre, esperó que le sirvieran un batido
de naranjas naturales. Contemplando aquel sugestivo remolino de gente entre la que
comenzaba a encontrarse tan a gusto, recordó al Truman Capote y sus impresiones de
Nueva Orleans: «No te preocupes por la vida. Nunca saldrás vivo de ella».