Fragmento
No son máscaras metálicas, sino fantasmones por dentro y por fuera hechos de
una carne como de calabaza, inapetente hasta para los carnívoros más desvergonzados.
Aquel era un día como otro, y la plaza ensangrentada del pensamiento se había cubierto
de pancartas como esta: «Si los pueblos supieran qué clase de hombrecillos los
gobiernan habría una revolución a cada instante». Pero la mascarada está
magníficamente organizada y nadie ve los borrosos caracteres de las pancartas,
entretenidos contemplando el improvisado otoño de serpentinas y confetis que cae
desde la copa de los árboles, desde las azoteas, desde todos los balcones…
La serpiente del cuello de Concha la Novelera se enrosca desagallada, chirriando
en busca de cualquier sonido al que pudiera darle forma luego entre salivazos y volutas
deformadoras. Este barullo de ahora es una olla en la que puede sumergirse a gusto,
grabándolo todo en el cuaderno de piedra de su memoria. Qué desagallo. Concha es un
ascensor imparable husmeando detrás de las persianas. Amanece. Es raro el fenómeno,
pero parece que en las ciudades amanece más tarde que en los pueblos, y además, en las
grandes ciudades amanece más tarde que en los pueblos, y además, en las grandes
ciudades no se nota amanecer. En los pueblos pequeños, en cambio, parece que la luz se
va destilando delante de los ojos de los vecinos como algo que se puede palpar, que se
puede tocar con los ojos de las manos. Carlos, el Loco, se ha dado cuenta de que ya
comienza a haber gente en la calle y precipita sus pasos, huyendo hacia su casa como el
sombrajo de su propio abrigo del color de la caoba manoseada. No sale sino de noche y
logró perderse a zancadas por el callejón que llaman de las Ánimas, esquivando el cruce
de un gato negro que huía después de hacerle el amor a una gata, tan pordiosera y puta
como una perra.
Carlos, el Loco, no sale sino de medianoche para el día porque así se
acostumbró después que su familia lo obligaba a esconderse para que las visitas no
conocieran sus manías. Hasta su adolescencia parecía un chico normal, con una rara
atracción acentuada por sus ojos verdosos y profundos, que casi parecían pozos rojos
cuando una mujer pasaba a su lado o su hermana más joven, la que le seguía en edad, le
acariciaba la cabeza, desconocedora de la pequeña selva de fuego que encendía.
El muchacho, al que aún no llamaban el Loco, iba a andar descentrado desde
casi esa adolescencia que se le subía por el cuerpo como una rabia sin espigas. Es el

único varón en aquella casa donde había cinco hermanas mayores y su madre, ya que el
padre y su hermano mayor habían muerto hacía bastantes años. Su hermano Miguel
ocupaba la habitación contigua a la suya, que no recordaba haberla visto nunca abierta.
La tapiaron a cal y canto desde que murió Miguel a causa de una tuberculosis, apenas
cumplidos los veinticinco años. Nadie esperaba esta muerte, y mucho menos la familia
que le consideraba como su único hombre, ya que Carlos era entonces tan pequeño que
apenas si se recuerda del riguroso luto familiar, que él también hubo de llevar pese a su
corta edad.